lunes, 13 de diciembre de 2010

Presentación de José Antonio Morante de La Puebla, por José María Jurado

Salve, Morante

Salve, Morante, yo te saludo como se saluda a los césares porque en un anfiteatro de las Galias has reclamado este año el trono del toreo eterno, sentado en aquella sillita de enea, cima de la gracia y del embrujo, donde antes se sentara Rafael el Gallo.
Salve Morante, morituri te salutant, los que vamos a morir te saludamos, nada quedará de nuestros afanes, el fuego devorador abrasará nuestras palabras y el viento del tiempo aventará nuestras cenizas, solo somos hombres, estelas en la mar, sombras de arena incapaces de luchar contra el cronómetro con sus pequeñas palabras, pero tú, José Antonio, has parado los relojes, has abolido el tiempo. Ocupas un lugar entre los escogidos.
¿Qué diríamos, humildes escribidores, si viéramos aparecer ahora entre nosotros a Homero, a Dante o a Virgilio con toda su majestad, con toda su grandeza? La admiración nos paralizaría. Pues no es menor hoy mi terror sagrado al hablar de ti, frente a ti, Morante de la Puebla.
Para Leonardo la pintura era una cosa mentale, tú sabes bien que el toreo está en la cabeza, como lo está en la memoria de los aficionados. Mientras exista el mundo, existirá el toreo, mientras exista el toreo, cosa mentale, perdurará Morante.
Nosotros moriremos, José Antonio, pero tú no y por eso los que vamos a morir te saludamos, porque te hemos visto caminar una tarde de abril con la vida echada sobre el capote hacia el negro chiquero ancho de la Plaza de Sevilla, que como todos los chiqueros de todas las plazas de toros del mundo comunica con el Hades, el Infierno al que sólo bajan los elegidos, y te hemos visto salir resucitado entre las orquídeas fucsias con que cada mayo enciendes la Plaza de Las Ventas, igual que hace Ceres cuando visita a su hija Perséfone y llena las praderas de gencianas rosas y mimosas amarillas donde se duerme el toro de la primavera.
No nacen mis palabras, casi sacrílegas, José Antonio, sólo de una admiración rendida, de aficionado que te sigue por las plazas y que se extasía con tu arte, que también, ¿se me nota demasiado? Yo me vuelvo loco cada vez que haces el paseíllo. Sino de la realidad contrastada de que no ha habido en la historia del toreo más allá de diez figuras que hayan dejado el rastro luminoso del cometa y tú eres una de ellas, José Antonio, tocado por la gracia, elegido de los dioses.
Recibir este don es una carga pesada y supone una responsabilidad tremenda, al Morante que quedará de perfil en la historia, como los reyes y los emperadores en las monedas, se superpone el Morante real de carne y hueso, el que debe soportar sobre su capa y su muleta el fuego del duende y el místico arrebato del valor.
Hoy celebramos al hombre y al torero, pero late en esta sala la memoria sagrada de los héroes. Entender esto es muy difícil, pienso que debe ser muy complejo para ti asumir tu forma humana, pero tú eres un hombre recto, humilde, inteligente, lo hemos visto en la plaza que es donde se ve a los hombres. Hace poco en una entrevista te preguntaban si el toreo era arte, no te limitaste a un “sí”, dijiste “sí, cuando se manifiesta en su plenitud”. Esto es más profundo de lo que parece, en estos días de acoso y derribo de la fiesta, tú señalas el camino de la excelencia y la liturgia, el lugar del rito y la belleza. La perfección. Porque el toreo puede ser muchas cosas, una danza, un combate, un juego, pero determinados seres elegidos con determinados toros elegidos, se unen para construir, en un tiempo que se sale del tiempo, en un presente perpetuo, el más bello poema, hecho de luz, de sangre, de color, de muerte y vida.
Quiero cimentar mis palabras con una breve teoría sobre tu arte, nuestra admiración irracional no nace solo de una fe incondicional, nace del conocimiento de la fiesta, de todas las tardes, de todas las plazas por las que te hemos seguido.
La tauromaquia moderna, antes de la verticalidad manoletina -con sus estragos y sus aciertos técnicos- nace con Joselito, Belmonte y Rafael el Gallo cuando se produce, además, la vinculación del toreo con las artes y la filosofía en la edad de platino de la cultura española.
Pienso que Morante es un océano donde confluyen estos tres ríos: su concepto del toreo participa de la naturaleza agónica de Juan Belmonte, con el que comparte seriedades y ensimismamientos, lo hemos visto en su lucha trágica contra el infierno arrodillado de la puerta de toriles una tarde de abril en Sevilla o en la corrida de la Beneficencia de Madrid en la que vio pasar uno tras otro, hasta el último y glorioso, la camada completa de los toros de Gerión que combatiera Hércules. Y sin embargo, en ambos casos se nos apareció finalmente transverberado en Joselito: en aquella tarde histórica de Sevilla recibió al toro con unas verónicas de mano tan baja que parecían derechazos poderosos, instrumentados por la inmensa sabiduría de José que siempre está en el conocimiento de su muleta.
Recuerdo que la tarde de la Beneficencia vimos a Morante, querido Antonio Barbeito, como al Cristo de la Piedad del Baratillo entre sus banderilleros, así de roto iba hacia el trasmundo y reluciente salió para dar valor artístico al misterio de vivir con la muerte y la muleta en la mano. Cual Joselito en su gloria.
Morante, como esa tarde, es además el banderillero más puro, su poder en las banderillas es el de Joselito porque hace la suerte clásica y sale andando de la cara del toro, pero cuando ejecuta el par al quiebro -de sabor tan antiguo- sólo podría ser de Rafael el Gallo, el divino calvo que invento tres cuartas partes de las suertes modernas con la gracia suprema de Andalucía..
José Antonio Morante de la Puebla: la Santísima Trinidad del Toreo, transfigurado en Madrid y Sevilla.
Cuando veo fumarse un habano a Morante, sueño que es un torero de ultramar, por ejemplo en la tarde de miel y oro del último Domingo de Resurrección: miles de palomas torcaces pidieron el laurel para el torero que, como un orfebre mágico, había labrado, muy despacito, en su pequeño taller de albero y gracia, una pieza lenta para el recuerdo, una suave guajira mecida en la muleta con el duende barroco de una bambalina bordada por Rodríguez Ojeda. Todo lo hizo bien, todo pausado, como en un telar. Y en ese misterioso compás, y en esa exacta cadencia y en el eterno desplante capaz de adormecer el tiempo se veían viejos galeones y toreros antiguos y músicas extrañas y flores remotas. Porque así, frente a las dóciles astas de una muerte dormida se revelaba, otra vez -Resurrección- el fondo del dilema: ¿Se puede prohibir la belleza?

Fotografía de Ramón Simón
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5 comentarios:

  1. Niño, José María, tu no eres poeta eres torero.
    Menuda faena escrita, olé.

    Orejas y rabo.

    Besos mercuriales de un mortal humano.

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  2. Lo que más me gustó es que el corazón se te salía por la boca y te elevabas sobre el suelo. El toreo saca lo mejor de ti.

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  3. Impresionante. Morante nunca recibirá un homenaje tan grandioso. Lamentará su ausencia. Y además, gran alegato.

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  4. Juarado al ciento por ciento. Qué final, qué barbaridad. Salve, Jurado.
    Abrazos mercuriales

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  5. No había leído, hasta hoy, vuestros comentarios, gracias de corazón y ¡¡¡viva Morante!!!

    Y el premio, no mercurial, que lo de otro.

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